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LA GUERRA GAUCHA

pluma, le pegaron, nunca! Al ver que con la alteración peligraba, habíanla sacramentado para que no muriera mal.

Mesábase los cabellos, lamentando el desenlace; y su gelatinosa pulpa se aplastaba sobre la silla en desolada actitud.

Con una sonrisa que le enaceitaba los labios, el sobrino trabucó un argumento; mas el cura le reprimió, hilvanando acto continuo su tarabilla:

— Una santa!... Era una santa! Abortó, cierto, pero eso incumbía á la partera. Inútiles fueron las medicinas. Se arrepintió por suerte y Cristo Jesús la perdonaría. Una santa, una santa! En la gloria rogaría por él á esas horas... Juicios de Dios! No les culpase á ellos el delito ajeno. La velarían contritos y él, de balde, le cantaría los responsos...

Ni le repugnaba semejante oferta, anonadado en el fondo de su desastre. Y en todo eso, una idea preponderaba, horadándole la cabeza de sien á sien: Muerta!

El otro balbuceaba.

Mucha, mucha sangre. La partera la extenuó quizá. Se fue en sangre. Pero en qué, por Dios, en qué habían delinquido? Testigo el Señor crucificado.

Acababa la noche. Como un dormido á quien importunasen anacrónicas charlas, el hombre susurró: