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TALIÓN

el candil lo iluminaba desde el piso, su sombra prolongábase sobre la pared como una bandera. La sombra temblaba un poco; él no.

Tampoco lo aquejaba ni un encono. Martirizábalo tan sólo un dolor muy adentro, cierta cosa agudamente fría, como si un trompo de estridente púa le taladrara el corazón.

El silencio auguraba catástrofes. En el cielo seguían precipitando sin duda sus rolidos los nubarrones en masas de sombra y de silencio. El gaucho ensimismábase más y más. A ratos alisaba lentamente los cabellos de la muerta, componía en la divagación del ademán las chaquiras que rodeaban su cuello; y como arrullándola con un vagido articulaba:

— Pobrecita!... Pobrecita!... Promediaba la noche, encapotándose de mayor lobreguez... Por fin el cura musitó:

— Hijo?...

Inmovilidad, silencio.

— ... Hijito?... suplicó el viejo; y al principio tartamudeando, después con verbosidad desesperada, se disculpó.

No les reprochara una injusticia. Deplorarlo?... Nadie más que ellos. Pero la pobre se había alterado mucho cuando el oficial, como incurriera en insolencias, le prometió cien azotes. Ni con una