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LA GUERRA GAUCHA

Dos días permaneció vedado el presbiterio, y sus habitantes, retirados, sin dejarse ver. La noche anterior, el licenciado había requerido á la comadre del lugar, llevándola consigo; mas, paralizada de terror la parroquia, nadie curioseó, para qué.

Así empezó la otra noche, entoldada de nubes. La puerta del presbiterio sesgaba un rayo de candil, regularmente cortado por la sombra del centinela en marcha. La selva, como un aireado pebetero, reanimaba su difuso bálsamo que sofocaba á ratos el vahaje de los henos. Cada rancho arrebujaba un temor; y mientras, en el vivac montonero que reposaba, el jefe, bilocado por una pesadilla, repercutiéndole en la garganta los latidos de su corazón, vio la alcoba del presbiterio, netamente.

Tío y sobrino dormitaban en sus sillas; sobre uno de los lechos había una mujer cuyas facciones, accidentaba al oscilar la vela desde un rincón del piso. Junto á la otra cama advertíase un rifle, y en la pared del fondo un crucifijo. El cura llevaba su solideo, el licenciado su gorro. La mujer estaba sin duda muerta... Una mujer muerta?... Allá... Mal se avenía eso... Una mujer muerta!...

Y de golpe, como un trueno que le rodara en el cráneo, la certidumbre se declaró. Muerta! Allá! Muerta!

Aspiró bruscamente el aire, despertose de cara á