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LA GUERRA GAUCHA

disimulaban cristalinas garzotas. Afluían de los bañados vecinos tufaradas de frescura.

Los forrajeros resguardábanse en una estribación del monte, característico galayo que avanzaba sobre la ciudad como una enorme rodilla. Su izquierda se apoyaba en el cerro mismo. A la derecha declivaba el valle, entre el cual y la cumbre extendíase la pradera donde ramoneaban los animales. Algunos de los soldados paseaban en parejas manos a la espalda, chocando los sables —chis... chas...— con las botas. Otros vigilaban montados. Las mulas, paso ante paso, pastaban desparramándose poco á poco. Quietud y silencio.


Entre un matorral de garabatos, muy próximas, acechaban dos partidas. Durante varios días abstuviéronse de toda acción para no ahuyentar la presa, y desde la noche antes esperaban sin moverse. Junto con la carga en que se estrellasen, otros impedirían la protección agolpándose sobre la ciudad.

Los chapetones ya no podían con sus huesos. Sitiados en la plaza, de donde y de los contornos se desprendían sus inútiles destacamentos, carcomíalos la impotencia. Percibíase claramente el final. Se retiran los godos! Y a punta de sable los