deros basculaba su andar que un ayudante corregía á rebencazos. Y uno se presentó á gatas, con un freno entre los dientes, arrastrando las riendas que su acompañante pisaba á trechos, ensangrentándole los carrillos á cada sofrenazo. El sermón, de ese modo, provocó desmayos y confesiones á gritos. El lego no cabía en sí de gozo y la fiesta remató con una francachela desaforada.
Las procesiones constituían su fuerte, pues en una de ellas habíase convertido. Era un patrocinio de la ciudad, una Transfiguración llena de luz y de repiques. La procesión regresaba, cuando por una de las esquinas adyacentes desembocó un indio jinete en briosa mula. Apeose ante el séquito, hincando una rodilla; mas la bestia, ante ese aparato, tendiéndose rebufaba. Un murmullo de reproches llegó hasta el forastero. A pesar de sus ¡chitos! la mula se encocoraba cada vez más. Entonces, bajo la multitud de miradas que le escocían, la manoteó de una oreja. El brazo recogiose lentamente, la rodilla se hincó de nuevo. La bestia resistía, cargándose sobre las patas, contraídos los miembros en un solo nudo de fuerza.
Flotó un silencio apenas turbado por distante bisbiseo de latines. El grupo que jinete y cabalgadura formaban, parecía una brusca coagulación de bronce. Una nube pálida subió al rostro del