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LA GUERRA GAUCHA

una cálida modorra, adhiriéndose con tibiezas de sudor, mientras á lo lejos, por la falda de la serranía, rasaban cirros semejando despavoridas aves.

El gris de la siesta lividecía. Al agotado jagüel acudían con azorado trote algunos bueyes, escarbaban el polvo, mugían presintiendo el chaparrón. En la arboleda cantaban las chuñas como riendo á la loquesca.

La borrasca crecía asumiendo una tétrica solemnidad. Ya no quedaba en el sur invadido sino una faja celeste. El toldo de la tempestad se imbricaba denunciando granizo; el cielo descendía en masa sobre las cumbres cual un golfo de algodón, y aquellos vapores disolvían en impermeable oscuridad el horizonte. De tal tiniebla, barcinada por cuprosos jaspes, desprendiose un copo blanco análogo al humo de una reventazón. Ahora ya no había cielo: sólo masas informes de luz siniestra y de oscuridad, confusamente rodadas sobre los campos. Transcurrió un instante de quietud. Todavía silbaron en las cañadas algunas perdices. Emigraron en la punta del viento que se iniciaba desordenando nubes, bandadas de pájaros.

La obscuridad del fondo se ahumó, adquiriendo un tono leonado; abriose ya muy cercana y sobrevino una palidez verdosa que absorbió la perspec-