con que habíalo encostrado el vendaval, coloreaba sus mejillas un rosa aterciopelado como el envero de las frutas; y bien que muy tostado, su cuello se lacteaba de blancuras.
Parecía imposible que aquel chico fuese un espía; pero los rebeldes daban para todo; y familiarizados con sus tretas, los realistas comenzaron el interrogatorio:
Quién era? Para dónde iba?
El muchacho se aporró, agachando la cabeza hasta ocultar bajo el sombrero sus ojos, cuya belleza, entrevista apenas, había preocupado al jefe.
—Pero qué hacía! Holgazaneaba por aquel precioso país? Y aquel humo?... Era para los montoneros quizá? No temía que lo bautizaran por comedido con un par de escopetazos?...
El transeúnte se obstinaba, llamando cada vez más la atención del jefe su aspecto poco rural, sus dedos fuselados, las mechitas que jugueteaban en su nuca. Algo lo diferenciaba, sin que acertara á definirlo.
La quebrada, á pleno sol, exhibía con rigor más intenso su aridez casi siniestra. Arriba, las cumbres alomándose una tras otra hasta emparedar al horizonte, infundían con una vaga enormidad la certidumbre de sus siglos inmóviles. Parecían congelar con su nieve el silencio mismo.