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LA GUERRA GAUCHA

ban los rastros de la nevasca nocturna, salpicados en manchas de clarión sobre torvo zafiro. Al lado opuesto, el sol desollaba la roca en crudezas multicolores como la carne de una res.

Traslapábanse las estratificaciones á modo de un tejado, en vetas de ladrillo y venenosos verdes. Amarillos de tártaro, moradas sulfuraciones de mercurio jaspeaban las areniscas. En exfoliaciones de argirosa escoriaba el liquen las peñas; llagábalas el salitre con su untuosa caspa, y la salumbre resplandecía con titilaciones de agua á lo lejos. Al borde de las grietas que el fuego antiguo hollinó cual lúgubres cicatrices, afloraba el cuarzo en drusas; y dos ó tres lagartijas correteaban en paz á la resolana.


Desde arriba, un piquete español dominaba ese paisaje con agria severidad. La paralización del viento imponía al conjunto una serenidad austera, que con la luz de petróleo del sol escuálido, parecía retardar la noche en los rostros de los realistas.

Irritaba aún sus párpados la desazón de un insomnio en peligro durante la noche anterior, tapiados, por la cellisca y con el desesperante bramido del vendaval eterno, acerbándoles las horas en infinitudes de desamparo y soledad.