Tampoco quiso acostarse en el capote que le ofrecieron. Y con un estupor semejante al miedo, se habían puesto á verlo agonizar.
Ese herido decía bien en qué carnaduras arraigaba aquella insurrección cuyas falanges de cerros escondían tales cordilleras de hombres. No era en verdad más que uno, y sin embargo, empequeñecíanse alrededor de su cintura. Por sobre todo, él resultaba vencedor, y su fortaleza de árbol parecía jactarse de ello ante la muerte.
A la distancia, el reflejo de la quemazón coronaba una loma. Una nube completamente rosa como el ala del flamenco, ocupaba el cénit, profundizando por contraste la oscuridad. El silencio sucedía a los alborotos de la fuga. Transpiraba de las tinieblas un vaho de tierra cocida en las ráfagas.
Poco á poco, la efigie que veían a su frente, penetrábalos de admiración. El gaucho se desangraba siempre. Rehollaba ya en un charco. El jefe, cohibido por lo anómalo de la situación ante ese hombre espantoso que infundía a la vez ira y piedad, aventuró reflexiones, encarándose al parecer con la sombra:
—... No saben lo que hacen. Entronizan caudillos que los roban y los indisponen con la autoridad, y luego se matan unos á otros... No piensan que las armas del rey triunfarán...