Todavía una manotada... un grito... El silencio después...
En ese momento, alguien ordenó de la sombra:
—No le maten!
Bajo unos árboles, el coronel rodeado de sus oficiales observaba al herido con cejijunto encaro. Un torzal de pábilo fijo en el fusil del centinela de vista, hacía de antorcha. La luz soslayaba con bruscos mariposeos sobre los semblantes. El reo, sentado en una piedra, hilo á hilo se desangraba.
Desnudo de la cintura arriba, cruzado el pecho de ojales en los que se aglutinaba con sangre el vello, resollaba á bufidos. En su hombro derecho, distinguíase un sablazo, como una presilla. Desbordaba de sus cejas la sangre. Sangrientos mechones remendaban su frente. El brazo izquierdo era un picadillo á cuyo extremo la mano, rebanada al través, vertía sangre sobre la rodilla en que se apoyaba. Por detrás, veíase las prominencias de sus lomos geminados como ancas de caballo, y entre aborrascadas mechas el sudado bronce de la nuca. Las rayas de tizne que lo cebraban, parecían otros tajos.
Sin médico ni recursos, no podían socorrerlo.