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LA GUERRA GAUCHA

al boquete que el cacique proponía de objetivo. Triunfales algarabías espoleaban la fuga. A su guisa tajaban los sables, irrumpían las clarinadas en truncos alborozos. Ya llegaban al antro que se abría dentado de pedrones como una mandíbula monstruosa. Y en él se metieron, más interpolados todavía por la estrechura. El combate desenlazábase en carnicería; y para rematarlo mejor tocaron la calacuerda.

Pero no hubo tiempo. Un crujido corrió por los peñascos superiores. Enormemente, bajo la claridad de la noche estrellada, todas aquellas cumbres se movieron. Y tambaleando al empuje de brazos invisibles que apalancaban desde la oscuridad, rodaron con estruendo traquido las crestas de la serranía descoronada.

Desde arriba aulló entonces la victoria con vasto clamoreo. La mole se desmoronó en catarata al hoyo colmado de cuerpos y de noche, sofocando con su polvareda en que flotaba un nitroso olor, colaborando así al designio de aquellos sepultureros de batallones.

Abajo, entre una desesperación de agonizantes, descalabros, fracturas gigantescas, nudos de miembros, escombros. Trozos de cerros y de regimientos.

Fugitivos bultos despavorían sus carreras de espectros, y aquello complicábase aún. La caba-