y si capturaban alguno, ni las promesas ni los tormentos ablandaban su mutismo, viéndose obligados á fusilarlos en silencio. Cuando era un agonizante, por ahorrar pólvora, lo ahorcaban.
La montonera respondía á su turno. A un oficial realista que gritaba desde el banquillo: "Sois salvajes!... No dais cuartel!", el gefe gaucho le respondía sencillamente: "No lo tenemos".
Dormían en cavernas y matorrales, cuando no lo hacían montados. Los eriales aumentaban. El desierto, como una corrosiva mordedura, comíase la tierra feraz, que ellos mismos agostaban á rigor de incendio. Lóbregas chamiceras tragaban en ceniza los pasos de la invasión. Los rastrojos se ensilvecían. Ni una vaca, ni un caballo cerca. Tufos de pólvora sulfuraban el aire. El desamparo ennegrecía las almas. Sentíanse feroces de soledad.
Por su parte, el caudillo gaucho, ocupado en otros preparativos de resistencia contra la invasión que desmoronaba con su progresivo empuje la vanguardia de montoneras, desatendía aquellos puntos. Faltaba la pólvora, las piedras de chispa, el dinero; mas nadie cejaba, acreciendo por el contrario en osadía y en ingenio.
El ejército español, agobiado también por aquella ofensiva tentacular, que como una telaraña remanecía por todos los intersticios, sin oponer decisiva