de su único ojo. Ni un comentario, ni una exclamación. Apenas algún entusiasmo a la sordina:
—Ah, jaca viejo!
—¡Negro lindo...
—... pa un puchero!
Mas, en una de esas, los campeones, picándose á un tiempo, tiraron sin soltarse entre un torbellino de plumas. Estallaron aclamaciones. Los dos animales, heridos, encarnizábanse más. El sol declinaba; y bajo los árboles, votos y ternos predecían una crisis. Los espolonazos menudeaban.
—Cuatro reales al negro!
—Pago!
Otro golpe.
—Un peso!
—Pago!
Otro golpe.
—Doy doce á diez al negro, doce á diez, doce á...
Otro golpe.
—...á seis!
Daban doble. La derrota se decidía para el guairabo cuyo dueño confiaba todavía en el puazo á la garganta, su golpe infalible. El animal con su aperdizado plumaje en andrajos, casi no ofendía, ocultando la machucada cabeza bajo el ala de su contrario. Daban doble y ni así se tomaba ya. Otro golpe.