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JARANA

Los aprontes del reñidero fenecían. La última escobada emparejó el piso del redondel improvisado con ponchos. Colocose en la primera fila de jugadores el juez de la riña, viejo imberbe, rechoncho, de ojillos en jareta, trenzador de lazos. Ese día llevaba, excepcionalmente, chapona, aunque abierta con camisa y todo sobre su cuello arborescido de arrugas. Por si se armaba otra de la cual no lo excluyera el cargo, había acomodado una peseta en la concha de la oreja.

Llegó el momento de largar y el juez dio la orden.

Una chupada á las espuelas, todavía, un escupitajo á las crestas, y los animales cayeron al redondel.

Al principio soslayáronse de lejos, despabilados por el coraje sus ojos, picoteando la tierra, exagerando la gallardía de su andar, hasta afrontarse y plantar en guardia de pronto, con las golas erizadas y los cuellos inyectados como príapos.

Uno, dos, tres revuelos empezaron la lucha. Los adversarios se tanteaban. Pasaron uno sobre otro, cual dos llamitas. Después se patentizó la valía de ambos.

El negro peleaba en el aire, encrestándose bravamente conforme á su cría. El guairaba daba juego con salidas sobre la izquierda, conservando la visual