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LA GUERRA GAUCHA

da, aquel tumulto corcovaba relieves de terremoto; quebraba lustres sombríos sobre las ancas y los encuentros, revolvía encintadas colas, abigarrándose de bermellones, escaldado por el sol que fregaba virolas y cabezadas.

De la casa respondían con análogas demostraciones. Deflagraban las camaretas que armaron con cuartillas de caballo atascadas de pólvora, enterrándolas en la planicie. Un dragoncillo infernal de diez años, herido poco antes y que allá convalecía, cuidaba aquellos proyectiles rurales cuyo traqueo estrepitaba en ecos de catástrofe sobre los cerros.

Los dos grupos deteníanse, caracoleando en ala junto al arco. Los dueños de casa acudían, cada uno con una enorme rosca, muy orondos en su circunspección de anfitriones; y aunque el marido había abusado de la coca hasta idiotizarse, manteníase bastante bien, sonriendo al azar con sus labios bezos.

Admirábase en la consorte la falda de tercianela, el peinetón de carey, y entre el ojalado canequí de su escote, el hipertrófico racimo de su bocio.

La otra pareja venía en un picazo que ambleaba gallardeando moños en muserola y pretal, con un pañuelo de espumilla roja por jirel. Acica-