mía vagamente aquella quietud, la transitiva silueta de dos centinelas que al otro lado del foso intervalaban su paseo con pausas metódicas, para explorar por los resquicios de espinosa fajina en los cuales bisbisaba soñolencias una brisa de estío.
Fijándose bien, entonces, presenciábase en los grupos cosas singulares. Aquí un chico sin camisa, sobre cuyo moreno lomo dorábase cálidamente en pátina el sudor, cicatrizaba al sol un fresco balazo; allá el jefe de la plaza, ensalmador y artillero á la vez, bizmaba la pierna de una moza someramente disfrazada de hombre. Una sombría inedia estragaba los rostros; la angustia los entristecía, contrastando con tan desenfadada intrepidez.
En verdad no era para engordar aquel régimen. La lealtad del pueblito, equiparándolo á los mejores ante la patria, lo indisponía por de contado con el rey; y bien que siempre fiaran en su valor, nadie le compensaba sus sacrificios. La montonera invernaba en sus campos, el realista hurtaba en sus ganados; y al retirarse, éste le endosaba sus heridos, aquélla lo heredaba con sus inválidos.
Sobre ser muy sangriento, ese último sitio había ocasionado una miseria horrorosa. Almorzaban de cada tres días dos, y para cenar no alcanzaba. Ya no se veía criatura con pañales blancos; negros eran todos, pues vendaron con aquéllos á