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VIVAC

ñales, anudaba mazos de paja que buscaría á tientas si el regreso se efectuaba de noche; y enterraba en las travesías, para asegurarse también la vuelta, odres de agua.

Cierta vez que un paso preciso de la sierra lo trajo al camino real, encontró en esa quebrada una apacheta. Aquel montón de piedras casi desaparecía bajo las mascadas de coca que depositaron encima los viajeros; pero como él no llevaba ninguna, agregó otra piedra para propiciar su viaje, y pasó, no sin advertir que un perrito flacucho, abandonando el pie del montículo, lo seguía.

Declinaba una tarde de julio, y los pájaros piaban con tristeza infinita. A través de los troncos, el poniente se diluía en sanguaza. El hombre carecía ya de provisiones, pues un poco de maíz tostado y de coca, restos del avío, formaron su último almuerzo esa mañana. Comería, si acaso, cogollos de palmera; mas ésto, á lo sumo, le entretendría el hambre...

Al anochecer desensilló en una cañada y fuese pesquisando al azar, moviendo los matorrales por si levantaba presa. Regresó con las manos vacías.

Displicente hacía su cama, tironeando los cojinillos y mascullando ternos á falta de cena mejor, cuando notó un movimiento bajo la cincha. Era