en un gris de hierro. Vahos de canícula atufaban la temperie. En las ráfagas de aroma forestal que la resina tonificaba, disolvíanse astringencias de aserrín. Destacábanse en negro las lomas como espaldas sobre la transparencia oscura. La Vía Láctea, volcando en el horizonte su curva fluvial, atordillaba de estrellas el cielo del sur. Al naciente, la luna aparecía en el borde de una nube semejante á la película del estaño en fusión. Un búho gimió á la distancia entre quién sabe qué espesuras, y ese quejido del pájaro agravó la soledad. Impregnados de infinito, los hombres experimentaron la inquietud del silencio. Allá lejísimo, una estrella errante trazó en la inmensidad su surco de lágrima...
El herido habló á su vez. Era un negro morrudo cuyos amores, así como su risa en frecuencia eterna, proverbiaban con jocoso renombre. Él sabía también, no un cuento, sino un sucedido en el que intervenía un perro.
Le aconteció en un viaje que había realizado como correo de la montonera. Un galopón tan bárbaro, que lo echó veinte días á la cama por la hinchazón de los pies.
Dirigíase á campo traviesa, rumbeando por las estrellas. Llevaba pliegos reservados cosidos en el ala de su sombrero. En las cañadas, á guisa de se-