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LA GUERRA GAUCHA

de las conversaciones que á su patrón y á los montoneros oía, despuntó en el idiota una aversión. Godos... Maturrangos...

Estas palabras equivalían a un espolazo en su instinto; algo como la interjección con que se azuza á un animal de presa.

Por la tarde, cuando el maestro suspendía la obra para coquear un poco, recorría él los circunstantes alcores con su honda en bandolera ó con su zampona. Servíanle de blanco, ora las lagartijas que se solazaban por ahí, ora sus ovejas al estabularlas. Antes, al marrar un tiro, reía; ahora se apuñeaba el pecho, furioso. Sucedíale igual cuando fisgaba los peces; y como si al calor de la ira se desligara su conciencia de la ganga de su idiocia, las viarazas concluían con un ensueño.

Durante las noches tétricas, más lo encrespaban tales enojos. Orillas del río, entre los matorrales, ayeaba con los mayuatos que allá vivían, quejas de criatura extraviada. Pasado aquel trance, permanecía las horas en algún hueco, embobado ante las sierpecillas de azogue que con el reflejo de las estrellas cabrilleaban en la onda. Pero elegía con más frecuencia la barranca, por la tarde.

Aquella pared erguíase a pico sobre el lecho, estriada por las erosiones en forma de astillas de canela. Abajo, la asoleada superficie segregaba un