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VADO

y medio rostro hacheado por las surgencias de la flama que esparcía sobre sus carnes como un afeite de solimán, activaba con el surtidor de chispas el baile de sombras en que los objetos, reduplicando su ser, se desdoblaban. En tanto el maestro lo aplaudía. Poco á poco, el hierro iba coloreándose con matices bermellón sombrío, de clara sangre, hasta el flavo de la miel campestre; y acababan por encariñarse con esa ascua como con una carne, transfundiéndole una especie de oscuro numen.

Otras veces, mientras el fuelle dormía, repujaban las prendas valiosas haciéndolas florecer en sólidas rosáceas; ó grataban sangrientas herrumbres; ó fundían en rústicos crisoles de barro y lana, vaciando la pella en hoyos ahuecados para moldes...

La guerra, no obstante, perjudicaba aquella industria. No se veía sino por excepción tal cual virola o vasija de plata; y lo que es oro, ni pizca. Hierro, no más, desde en las espuelas descuajadas hasta en las argollas luidas. Y del bizarro arsenal salían, rejuveneciéndose para ojalar cuero godo otra vez, ó para piropear la muerte por esos cerros, las tercerolas, "flamantes como doncellas", decía el maestro, los chuzos despidiendo rayos de mirada.

Del contacto con tales herramientas, así como