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LA GUERRA GAUCHA

Con las mulas de la rienda, iban abriendo á sable la canasta de selva que vigorosamente se abovedaba detrás. Los esteros mentían firmeza con su piel de lama; y sólo el bufido de las bestias, predecía, no siempre a tiempo, el tembladal. Á más de un soldado lo engulló hasta las corvas la succión del fango. La humedad cintareaba las carnes, dolía en las cinturas el cansancio y en las lenguas amarilleaba la fiebre.

Arriba, un dulcísono vientecillo; abajo, una calma apenas interrumpida de tarde por arrullos de tórtola. Publicaba algún entendido las leyendas del monte. Meleros que en los altos ramajes, desde un columpio improvisado con sus cinchones, escarzaban á hachazos las colmenas: no pocos perdían pie, y prendidos de los sobacos sucumbían á veinte metros en el aire. Decían de las plantas á cuya sombra sarpullía el cuerpo; de los estrumosos sapos, de las víboras. En ciertos ríos había caimanes...

Seguían á veces, encorvados, el dedo en el gatillo, las galerías abiertas por las antas entre el malezal como túneles cilíndricos donde verdegueaba crepuscular media luz; y en tanto, otros piloteaban encima, cimbrándose sobre hamacas de enredaderas. Si caían al fondo, el zarzo del follaje los sepultaba en remolinos de ola.