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LA GUERRA GAUCHA

dose á cada docena. En la puerta misma del cerco pararon las procesionarias. El sargento volvió la cabeza, percibió en el aire la sonrosada faz, y á un tiempo con sus hombres trazó la venia militar. Luego ambos grupos se contemplaron, sin que una palabra dirimiese el dilema mortal de aquella mirada. Ese aparato en tal momento, lo explicaba todo.

Enfardelado en un lienzo veíase el bulto de la castigada. Por las roturas de aquel prematuro sudario, asomaba un mechón de cabellos, y en otro punto un pie con las uñas exangües, espantosamente crispado. No se distinguía más, pero algunas pintas rojas salpicaban el trapo.

La fiebre postraba á los verdugos. Sus envejecidos capotes cubríanlos de polvo al parecer. La lividez dilucular ahilaba sus ariscos bigotes. Bajo las viseras ardían sus ojos, devorando la restante vida. Trepidaban como cadáveres electrizados; y tal se esforzaban en reprimirse, que un trasudor les venía. El sargento, helgado como una calavera, presentaba la catadura más feroz, desahuciando desde luego toda esperanza.

Sus criterios rectificados a cartabón por la disciplina, no toleraban otra cosa que la adoración del rey, inmolándose en su nombre y escarmentando en el mismo á la contumaz que Le ultrajó. Este