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MILAGRO

No bien amaneció, congregáronse las mujeres en casa de la médica. Los hilos á medio ovillar, el candil que chorreaba aún con su moco erizado de morcellas; la pava ya fría y ladeada en su tiesto, aludían depredaciones. El loro, todavía soñoliento, balanceábase en su aro suspendido del corredor. Su dueña yacía en el corral, condenada á pena de azotes.

Próximos á aquel cercado, ante un fogón, los chapetones preparaban las varillas del castigo, que el sargento iba garbando cuidadoso.

Los bultos, negros á la luz tardía, relevábanse poco a poco en gris. Bajo rebozos y capuchas lividecía el óvalo de los semblantes. Persistía el mal tiempo, pues no trinaba un pájaro; y en la insólita raridad del aire, amagaba un poco de frío. Las lomas azules, la humedad olorosa, los árboles cairelados por la lluvia, pregonaban benignidades.

En hombros de sus devotas salió la virgen para el sitio donde la víctima aguardaba su ejecución. Temblábanle sobre la cabeza las flores de plata de su corona, y sus manitas, en las que flotaba el escapulario, dominaban el eclógico paisaje con familiar bendición.

Aplacábase ya la hoguera, y dentro del corral percibíase semejante a un picoteo, el chasquido de los azotes que los soldados aplicaban, turnán-