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MILAGRO

y época, tanto como los recuerdos que acababa de evocar, la enfurecieron. Condensábase en sus ojos una siniestra lobreguez, y en las oquedades de sus clavículas palpitaban sollozos.

Habló, recordando al detalle el suplicio de dos perjuros del Año Doce, encorados en la piel fresca de un novillo. Cual si ese relato de torturas aliviara su pesadumbre, lo alargaba con apartes y risitas.

—Un cuero barroso, cuero de cogote fue. Al principio, lo que se vieron enfundados en aquellos chalecos al ras de la carne, reían. Mas, á eso del mediodía, el tabardillo los fulminó. Sus caras vueltas al cielo, sinapisáronse de ardores delirantes. Una sed voraz, en la que desvariaban asfixias, exorbitó sus ojos. El más joven pedía sollozando que lo despenaran. El otro, en silencio, rebullía su estertor con borborigmos de degolladura, bajo el sol enorme que anulaba su ser en un arrebato de espirales. Desbordaban entre los labios las infladas lenguas, alampando con ansia bestial. Por las narices que expelían caliginosos flatos, entraban y salían moscas...

Poco después, sobre los rostros lustrosamente cárdenos como riñones, ya sólo se distinguía los ojales sanguinolientos de los párpados. Y eso duró un día, ¡un día entero!