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MILAGRO

Una virgen ante cuyo nicho rojo alumbraba el candil, ocupaba el fondo de la habitación.

Al frente, había sobre el estrado una tinaja cuya sombra panzuda ascendía hasta el tirante, y un rollo de colchas vareteado á gayas multicolores. En el aposento contiguo roncaban los enfermos.

La médica seguía, meditabunda, el baile de los husos. ¡Ah, esas mingas de otros tiempos, esas rifas a cuatro reales la vuelta de pandorga!... ¡Ese pasado de viuda rica que le costeaba a su virgen misas suntuosas con tercia y música de violín y de bombo!...

Alta como un niño de tres años, la imagen radiaba en su compostura. Su traje era de blanco tabí galoneado de oro. El cabello, en tirabuzones que enrubió la legía, derramaba por sus mofletes lustrosos aladares. Resaltaban entre sus abalorios el collar, la corona de plata piña y las arracadas — dos perlas que le colgaban muy abajo, como mamellas. Abrían perpetuamente sus manos una acogedora bendición; sus pupilas inmovilizaban candorosos estupores, y la fijeza hierática de su sonrisa cordiforme iluminaba su rostro sin fisonomía. Aun recordaban al imaginero que la esculpió a cuchillo en un trozo de taraca:—un mestizo cuzqueño, tan bebedor como tunante. A la viuda le costó dos yuntas de bueyes y toda la chafalonía del finado.