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LA GUERRA GAUCHA

ayeaba la desesperación. Soplos malsanos traspasaban el medio desleído revoque. Tras los bastidores de cuero de las puertas, la soledad sitiaba; y en el silencio de aquellas noches, el clamor de los enfermos rugía á Dios cosas tremendas.

Repicaban los dientes, crujían las coyunturas como bisagras al acceso de frío. El enfermo, montando el rifle entre sus pulgares torcidos, exigía las frazadas, los ponchos, aun las sayas, desde su lío de trapos. Las criaturas gemían, anudadas con la madre en la sombra. Luego venía la sed, el urente daño de la terciana; y desabrigándose de sus cobertores, rompían á tajos las puertas, á golpes los cántaros ya vacíos, cruzaban la noche á gatas, refrigerándose con cieno. El día llegaba por fin, señalando fúnebres desenlaces. Supurábanles viejas pústulas, la menor intemperie los constipaba. Esos cuatro días transcurrieron, conmemorado cada uno con un cadáver.

Los once sobrevivientes, ya con el sepulcro hasta la cintura, consumíanse en nostalgias funestas, más fastidiadas por hastíos devoradores. Desde el fondo de la cabeza sus ojos relampagueaban delirios. Como salivajos afrentaban sus pullas a las mujeres, sin excluir tal desmesura lascivias macabras. Olfateaban traiciones, más perdidos por la vida cuanto la notaban más imposible. Llovía y llovía...