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MILAGRO

pandilla de esqueletos, curando aquí una herida y consolando allá un pesar. Plagados de úlceras, latigueados por escalofríos que les fruncían el pellejo como pespuntes, atemorizaba su palidez barbuda; y como eran vencidos, sanaban más difícilmente que los enfermos de la insurrección.

Llovía y llovía...

Por el cielo plúmbeo rodaban las tormentas, una tras otra, sus densidades fuliginosas. Algún trueno propagaba retumbos. Incesantemente cerníase la garúa convertida vuelta á vuelta en cerrazones y chubascos. Sobre el azul casi lóbrego de la sierra, flotaban nubarrones de cuyo seno descolgábase a veces una centella visible á lo lejos, como una linterna por un cordón. Temprano anochecía, trocándose presto en noche el gris; y mucho si hacia el poniente amagaba pasajera rubicundez. Los árboles como que se desparramaban, sin un gorjeo, sin un susurro. El pajizo fleco de las techumbres lloraba gotas tristísimas, y apenas algún perro mohino cruzaba al trote de un rancho á otro.

La noche suscitaba en los pantanos lúgubres gangueos. Sólo marlos había por todo combustible, y aun lo economizaban, reservándose el sebo de los candiles para friegas y poleadas de afrecho, su única comida. Así la oscuridad enconaba con su espanto los dolores. Bajo el cañizo de las chozas