raba en sus carnes. La montonera aliada con el hambre y la sed, complicaba su arsenal con la fiebre.
Los de esa división volvían de su merodeo sin una vaca, rechazados por aquel país que sólo como cadáveres los recibía, á veces con la bayoneta calada y en cuadro durante noches enteras. Unos que ya minados al partir, arrastraban sombríamente su derrota a retaguardia, cayeron la tarde anterior bajo la lluvia; y en torno suyo acamparon, no sin sonoras protestas de las carabinas insurgentes. Mientras el cielo amortajábalos en garúa, algunos ladridos indicaron el lugar que recibió los enfermos al siguiente día: —catorce soldados y un sargento. Acomodados en la población, los camilleros regresaron; y poco después la columna, acribillada de tiroteos apenas emprendió viaje, se internó bajo las arboledas lúgubres.
Llovía y llovía...
Como la luna hizo con agua, no cambiaría el tiempo hasta el cuarto creciente. Cuatro días después seguía lo mismo, encegándose todo, enronqueciendo cada vez más sus gárgaras las avenidas.
Las paisanas, puestas á la obra, reparaban su