de aquellos suspiros que mientras la enlabiaba se estremecían, queriendo y no, como pichones arriesgados á la orilla del nido; ó aplacaban á modo de lenitiva mistela sus vehemencias de enamorada.
Otro paso, otra angustia... Otro paso, otra angustia... El perro seguía tristísimo aquel tránsito doloroso. Por momentos, su dueña desatábase en llanto con un ¡ay! agudo y él aullaba. Otro paso, otra angustia...
—Agua!... imploró el herido con una queja de agonía a flor de labios. Dudó la joven un segundo, poniéndolo después dulcemente en tierra; y explorando ligeramente las hierbas, dio con la kirusiya que buscaba. Exprimió el agrio jugo de la hierba en la amada boca que apenas se atrevía á besar, y continuó su peregrinaje.
Pulseras de dolor lancinaban sus extremidades. Con las caderas derribadas por los enviones, partido de ansia el pecho, porfió á cierra ojos en una suprema resolución, envuelta su cara en lágrimas y cabellos. Entre su seno y su brazo yacía la del moribundo.
Delicadas nubéculas, aborregándose en una nevada de luz, encarrujaban por el firmamento livianas muselinas. Y la floresta distinguíase al esplendor del plenilunio, nadando en plata sobre el horizonte, como una miniatura en el cuenco de