Los insurgentes, desparramándose, diseminaban el escuadrón que los perseguía. Unos y otros perdieron hombres, pero engolosinados ya, continuaban sin recogerlos. Y así, en un desorden de tiros que disminuían, el combate se alejó.
Un joven montonero yacía bajo los árboles, supinado por un cimbrón agónico, boqueando. En sus mejillas morenas embarbecía vigorosamente un pozo rubial. Su chiripá de merino azul y su chapota negra acusaban lujo. A ratos, un anhélito cavándole el vientre, tronchaba también su cuello; y entonces veíase contrastar en blanco la frente con el tostado rostro que marmorizaba la agonía. Perlaba el sudor en sus cejas y en su labio; sobre sus párpados espaciábase una sombra y la comisura de sus labios se angustiaba.
La tarde recogía en occidente su crisolampo