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la enjuta canilla imanada en brío, y todo su ser en potencia de expansión entre las espuelas.

Acobardaba verlos cuando caían heridos y los despenaban degollándolos por economía de pólvora. Contaban de una yegua á la cual se le cayeron las lágrimas, claritas como de niño...

Medio ceceando secreteaban aquello á la noche. La sombra creciente les empuñaba el corazón. Enumeraban las prendas de los animales con fraternal orgullo, describiendo al menudeo sus manchas, sus pelajes, como quien recuerda el último traje doméstico de una hermana recién casada. Y los defectos: tal espantadizo, cual lunanco; uno de vasadura caldeada, otro arisco de abajo y corcoveaba por un soplo en la verija... Y los servicios: trasnochadas por adelantársele al lucero con una serenata; cruzadas de frontera procurando suerte, lejos de la autoridad hostil, apeándose á la tardecita en la raya, del pago para lagrimear inclementes desconsuelos.

Aquellas reflexiones prolongaban el relato de una tragedia. Distinguíase vagamente los ademanes del protagonista que narraba. Mató en buena ley, lo proscribieron y aislose matrereando por las travesías, llegando a las poblaciones para oír voz de gente cada cuatro ó seis semanas. La soledad lo depravó inveterándole el arregosto de la sangre.