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CASTIGO

breponiéndose como cargas de bálago, y el sol poniente que aclaraba sus horizontes con un matiz de hiel, traslucía en ópalo la nevada cúspide del picacho vecino. Por las quebradas oscuras, la blanca floridez de la arboleda se enguirnaldaba en encajes. Un álamo próximo al grupo, tiritaba con el susurrante rehilo de su follaje revuelto en loriga de plata, y no había otro movimiento en la inmensa quietud.

El silencio la sucedía. Solamente la vieja continuaba agorando su exorcismo, entre súplica y diatriba:

—¡Quién los veía tan paquetes!

Finchados para la recepción, los amigos lucían, en efecto, sus trajes de gala. Chaleco de tisú de oro, frac, capotillo de anafaya verde y sublime corbatín, el cabildante; el párroco sotana de raso y un manteo cuyo paño acipado denunciaba cuotidiano desuso.

Roncó un trueno sordamente, azuleó en las nubes más bajas una vislumbre de cuarzos estregados.

—¡... Quién los veía! Allá bajaba á extirparlos el fuego de Dios, como ya lo hizo con el tirano Tacón en Moxocoya, con los barriles de pólvora de Potosí que volaron un cuartel entero; con los tres godos de Tarija...

Un incisivo relámpago latigueó las nubes, y el