neciendo en la pugna, ya no clarineaba catarros al montar ni se alebronaba con miserias de lisiado. Después de cada partida, desmontaba para refrescar su caballo; y sin esfuerzo, agilitándose con alborozado brinco, se encaramaba una y otra vez.
Recogidas las cervices, devorando la pista en sus remesones, los caballos partían de nuevo. Y el hombre de la patria, reavivando su instinto de horda al poder de esa vibrante estructura cuyos trasportes regía, perforaba con sus ojos la selva propicia de los ardides y descomponía su cachaciento envés, sorbiendo á tragos aquellos aires de país libre, que arboledas y cerros le mandaban con los hálitos de la tarde.
Sus dedos envarábanse de impaciencia entre las bridas; arrebatábanlo presuras de victoriosa carrera á toda la furia del animal, por los campos abiertos, en desfilada á su flanco los montes. La nube roja, desde las alturas, pregonaba degüellos. Arriba, en pulpas de tomate, rielaba sobre oropeles su bermellón; degradábase al encarnado, luego, y ya en la base, rutilando escarlatas al confundirse con el astro, deflagraba como en una apoteosis sus estruendos de color.
Frente á frente con el hombre, la serranía ofertaba su trinchera. Allá el gauchaje concluía la