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SERENATA

liente lo sufría hasta ladrón. Era la primer virtud. El arzobispo Turpin, velay, cortaba cabezas de moro tan bien como Ricarte de Normandía...

Los montoneros, beborroteando su aguardiente, oían aquellos nombres un tanto sorprendidos; mas, comprendiendo que se trataba de algunos coroneles antiguos, relaciones del patrón, bajaban la cabeza respetuosamente.

El viejo, implicando cada vez más un aplauso en la aquiescencia, pues ni admitía duda sobre tan precipuas historias, proseguía, ya entrenado en la narración caballeresca, tajando escudos y desguarneciendo arneses.

Veneración y silencio de los oyentes. A miles de leguas, mediando toda la anchura del mar y todo un abismo de historia, Durandal resucitaba en esa chifladura los legendarios desafíos. Quedaba todavía una credulidad para las descomunales pajarotas de la caballería andante; y ella se comunicaba por instinto a aquel poeta insurgente, que paladeaba, junto con el relato, una actitud de brava herrumbre en esos apelativos de paladines.

Sería ridículo, pero de ningún modo imposible. ¡Mentira los Doce Pares! A él con ésas, y los patriotas venciendo en cada recodo a los vencedores de Roldán. ¿Mentira los Doce Pares?... Gauchos y todo — ¡aquí te quisiera ver, Carlomagno!