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B. PÉREZ GALDÓS

Latorre, Donoso, Villahermosa, los Madra- zos... Ventura y Bretón no iban mal apaña- dos. Plebe endomingada éramos Ferrer del Río, Pepe Díaz, García Gutiérrez, Juan Eu- genio, Gil y Zárate y el eximio autor de La protección de un sastre.

El cual, á la mañana siguiente, hallán- dose, no diré que en el primer sueño, pero si en el segundo, sabrosísimo, fué desperta- do por Zorrillita, que entró, como siempre, metiendo ruido. Despertar yo y él abrazar- me sentado al borde del mullido lecho po- tronil, fué todo uno. Ni Pepe ni yo sabíamos qué hora era, ni nos importaba, hechos ya a mirar el tiempo con menosprecio, por lo cual habíamos resuelto alejar de nosotros á esos impertinentes marcadores de la oportu- nidad que llamamos relojes. Para nada los necesitábamos. Desperezábáme yo, y Pepe me contaba sus triunfos de aquella noche, en que no había dormido, ni siquiera entra- do en su casa. Presentado por Luis Bravo al señor del coche, un alemán muy rico que se llama Buschental, á quien tú no conoces ni yo tampoco, porque no nos tratamos con gente de dinero, ni maldita la falta que nos hacen tales compañías, pues ya sabes cuán difícil es que entre un rico en el reino de los cielos; presentado al banquero, digo, éste y otro cuyo nombre ignoro, y por eso se queda sin pasar á la posteridad, le lleva- ron a comer a Genieys, y le obsequiaron y le colmaron de lisonjas. Corrieron el Jerez y el Champagne. ¡Manes del gran Figaro,