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B. PÉREZ GALDÓS

mos todos, que es lo que se dice en estos ca- sos. ¿Cuál ha sido el móvil...?» Quién ha- blaba de un arrebato de locura; quién atri- buía tal muerte al estallido final de un ca- rácter, verdadera bomba cargada de amar- gura explosiva. Tenía que suceder, tenía que venir á parar en aquella siniestra caída al abismo. ¿Y ella? Si alguien la culpaba en momentos de duelo y emoción, no había ra- zón para ello. No era ya culpable. Por que- rer huir del pecado, habia surgido la es- pantosa tragedia. En fin, querido Fernan. 7 do, suspiramos fuerte y salimos, después de bien mirado y remirado el rostro frío del gran Figaro, de color y pasta de cera, no de la más blanca; la boca ligeramente entre- abierta, el cabello en desorden; junto á la derecha el agujero de entrada de la bala mortifera. Era una lástima ver aquel inge- nio prodigioso caído para siempre, reposan- do ya en la actitud de cosas inertes. ¡Veintiocho años de vida, una gloria inmen- sa alcanzada en corto tiempo con admirables, no igualados escritos, rebosando de hermosa ironía, de picante gracejo, divina burla de las humanas ridiculeces!... No podía vivir, no. Demasiado había vivido; moría de vie- 1 jo, á los veintiocho años, caduco ya de la voluntad, decrépito, agotado. Eso pensaba. ; yo, y salí, como te digo, suspirando, y me fuí a ver á Pepe Espronceda, que estaba en cama con reuma articular, que le tenía en un grito. ¡Pobre Pepe! Entré en su alcoba, y le hallé casi desvanecido en la butaca, 1