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B. PÉREZ GALDÓS

dero heroísmo; pero aún no le tenemos en los días de convalecencia, como tú crees... ¡tú siempre viviendo y sintiendo á escape!... Aún se ve atormentado por renovaciones de la ira, de la amargura y despecho que esas caídas suelen producir. Pero no temas nada; yo velo, yo no me descuido un instante; soy como el médico que consagra toda su ciencia á un solo enfermo y no le quita los ojos de encima á ninguna hora. Tu temor de que la desesperación le venza, de que imite al jo- ven Werther, en la manera de dar solución a sus penas, no tiene fundamento. Desecha esa idea; duerme tranquila. El mismo me ha dicho que jamás atentará contra su vida, 1 que ama su sufrimiento y no quiere des- prenderse de él... ya ves... Por las noches, después que las niñas y los pequeños se acuestan, se queda un ratito con nosotros en el comedor: nos acompañan dos venerables amigos del pueblo, furibundos tresillistas y lectores de papeles públicos. A ratos se aparta Fernando conmigo y me cuenta su triste historia: el conocimiento de esa bue- na pieza en la casa de una diamantista; los amores, como incendio repentino ó estallido de un volcán; las mil peripecias y contrarie- dades que sobrevinieron; sus estudios de raptos y lances amatorios, que no sirvieron para nada; la poesía de sus entrevistas se- cretas con la niña, y la prosa de su encierro en la cárcel por intriga tuya. En todo lo que me refiere se revela el mal gravísimo que tiempo há viene padeciendo, y no es otro que