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LA ESTAFETA ROMÁNTICA

sadas, buscando al clérigo que debía darme la clave de aquel nuevo misterio de mi exis- tencia. No podría lanzarme en peor ocasión á la cacería de un sujeto desconocido, en un pueblo que yo veía por primera vez, entre aquel remolino de entusiasmo, forcejeando con el oleaje de un vecindario loco que inva- día las calles. Las canciones patrióticas re- tumbaban en mi cerebro como un eco de las tempestades de la noche de Luchana. Gra- cias à Pedro Pascual Uhagón, cuyo auxilio solicité y obtuve, dí con el dichoso D. Apo- linar á la caída de la tarde, en su propia casa, cuando volvía de la calle, ronco de pe- rorar en los cuarteles y en los grupos calle- jeros. Demostrándome, sin faltar á la corte- sía, que mi visita le era enojosa, me notificó, como autoridad eclesiástica, que el día an- terior, previa manifestación de la libérrima voluntad de la niña de Negretti, y compro- bada por diferentes testimonios la noticia de mi fallecimiento, habia casado á la expre- sada señorita con Zoilo Arratia. Los cónyu- ges se habían ido, después de la boda, á un pueblo de la costa, donde se embarcarían para Francia. «¡Pero ya estoy vivo!»> excla- mé sin poder refrenar mi enojo, perdido todo respeto y olvidada toda urbanidad. A esto repuso el clérigo que él se lavaba las manos, que habiéndole pedido casamiento, lo había dado con sumo gusto, como amigo cariñoso de ambas familias, Arratia y Negretti. Uha- gón no vió mejor manera de calmarme que abreviar la visita, y sacándome de allí, dí-