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B. PÉREZ GALDÓS

sin duda, que me atenga á los hechos, á lo que me ha pasado, á lo que he visto, á lo que me han dicho, y así lo haré, aprovechando este anhelo de confidencia que ahora siento en mí. Desde aquel tremendo día me ha re- pugnado hablar de mi caída sin dignidad, de mi tragedia sorda, desairada, enteramen- te circunscrita á la escena del alma, sin ruido, sin armas, sin gloria. Ni el placer muscular de la lucha, ni el goce amarguí- simo de manifestar con violencia la ira, ni el desahogo de la venganza; nada, mi querido Hillo. Ha sido una originalidad artística que jamás pude soñar: la terminación de un dra- ma por el vacío, introduciendo la humana pasión en la máquina neumática y asfixián- dola inicua y estúpidamente.

¡Mi entrada en Bilbao, mi aparición en la casa fatal! ¿Quieres saberla? En Portugalete, un anónimo me anticipó la verdad terrible. Alguien debió de prevenir á los Arratias de mi llegada, porque huyeron, y cuando llamé á la casa no había en ella más que una cria- da anciana que me saludó por mi nombre antes de que yo se lo dijera. A mis pregun- tas respondió empujándome suavemente ha- cia la puerta de la tienda: «Los señores se han ido... Casaron ayer... Si quiere saber más, avistese con D. Apolinar.» Y me dió las señas. Sali furioso del local obscuro, lleno de clavazón y rollos de cabos, apestando á brea, y en medio del delirio con que aclama- ba el pueblo mártir á su libertador, empren- di mi Via crucis por calles jamás por mí pi-