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LA ESTAFETA ROMÁNTICA

mía, hacia donde yo vivo, donde duermo, donde sufro y medito y tramo mis combi- naciones mentirosas. Allí está mi pensa- miento, que permanece en aquel ambiente cuando yo salgo, y allá va Felipe à buscar- me... No encuentra de mí más que una idea, y esto le basta. ¡Y yo tan cerca en cuerpo y alma, sin que él lo sospeche! ¡Pobre de mí! Es tan grande mi culpa que merezco el su- plicio de anoche? Sin ver á Felipe, porque la obscuridad me lo impedía, me le figuraba postrado en mi sillón favorito, los codos en las rodillas, el rostro en las palmas de las manos, evocándome con su pensamiento, qui- zás para reñirme, para mortificarme, quízás para pronunciar palabras dulces de perdón. Hablaría con la idea de mí, reconstruyendo el pasado, nuestra larga vida matrimonial, y condoliéndose de que haya sido tan árida, tan triste... ¡Que no pudiéramos hacerla nue va, perdonándonos el uno al otro, despren- diéndose cada cual de sus asperezas!... Me faltó valor para esperarle y verle de nuevo á su regreso, que quizás sería muy tarde. ¡Sabe Dios el tiempo que durarán aquellos actos de contemplación ó éxtasis... Sentí vergüenza, y la conciencia de mi inferioridad ante aquel sentimiento intensísimo me precipitó en una fuga loca. Corrí en busca de Rafaela, y nos lanzamos fuera del palacio por la escalera de servicio, metiéndonos en el coche que nos aguardaba en la calle. Por primera vez en mi vida me he tenido por idiota: tal era la fuerza de mi estupor. Se me revelaba un