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LA ESTAFETA ROMÁNTICA

casa, no diré en secreto, porque esto era di- ficilisimo, pero sí precavida contra las in- discreciones de los criados que me vieron. No me dirigí á mi habitación, pues para esto habría tenido que atravesar los sitios de más peligro: metime en aquel cuarto obscu- ro ¿sabes? entre el billar y la sala de armas, y allí permanecimos Rafaela y yo muy aga- zapaditas, acechando una ocasión de apro- ximarme al encierro de Felipe, que es el ga- binete de la esquina, entre su alcoba y el salón rojo. Caía la tarde. Pasó tiempo, y so- bre la casa vino la obscuridad, entristecien- do todo y poniéndome á mí más triste que las mismas tinieblas. Ya era noche cerrada cuando el Duque mandó que le llevasen luz. De puntillas acerquéme á la puerta de la habitación, que había quedado entornada al salir Mariano, después de preguntar éste á su señor (así me lo figuré) si deseaba comer. Crei entender, adiviné más bien, que la res- puesta había sido negativa, y lo confirmó el que pasara mucho tiempo sin que Mariano volviese con el servicio... Nadie me vis, ni yo pude tampoco ver á Felipe, sentado sin duda en el diván que hay en el mismo tes- tero de la puerta. Esperaba yo que se pasea- se ó que cambiara de asiento, poniéndose en el sillón de enfrente, debajo de la gran panoplia colgada entre el Ribera y el Juan de Juanes. No puedo decirte cuánto tiem- po estuve en acecho sin oir ruido alguno. «¡Si yo me atreviera á entrar bruscamente! -pensé, fatigada del largo plantón...-Pero