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LA ESTAFETA ROMÁNTICA

me olvidasen, ya que no podía dar el nom- bre, por ignorarlo, dijome el capellán de aquel establecimiento que la desgraciada señora ó mujer, cuyas señas con las de nues- tro papel concordaban, había muerto ano- che, después de siete días de enfermedad, con pérdida de todo conocimiento y de toda sensación. De su nombre sabían en la santa casa tanto como yo, pues no se le había en- contrado papel ni prenda alguna por donde su estado y circunstancias pudieran cono- cerse. Descorazonado yo de no hallarla vi- va, pedí que me la mostraran difunta, lo que no pudo ser porque media hora antes se la habían llevado al cementerio. Allá co- rrí sin detenerme en parte alguna; mas tam- bién llegué tarde, pues acababan de darle sepultura, y no alcancé más que á ver cómo colmaban el hoyo, apisonando después la tierra. Bien habría querido yo que ésta fue- ra cristal para poder ver la fisonomía del rostro mortuorio de la difunta, y sacar de sus facciones macilentas algún dato, alguna luz que al señor sirviera para salir de su confusión; pero no vi más que la tierra, la cual era como la demás tierra que vemos. Ni me dijeron nada tampoco las caras de los sepultureros, á quienes miré largo rato, por- que como el señor me dijo: «mira bien, ob- serva...» iyo qué hacía? Mirar y observar hasta secarme los ojos.

Pienso yo, señor, que con el cuerpo de la fenecida señora ó mujer enterraron la carta, que debía de tener cosida en las ropas de