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especialmente atingente a esa forma de emigración forzada que denominamos exilio. Particularmente atribuible a aquellos desterrados a quienes denominamos exiliados.

Doña María Moliner, en su Diccionario de Uso del Español, señala que el vocablo “exiliado” fue incorporado por la R.A.E. tras la Guerra Civil Española, como equivalente de “exilado”, hasta entonces “palabra culta y poco frecuente”. Piénsese cual sería el impacto del fenómeno como para que nuestra Academia de la Lengua se dignara limpiar, pulir y dar esplendor a la lengua española incorporado el término. Cuanto dolor apretujado entre las tapas del Tomo que va de la A a la G. Cuanta ignominia hizo falta para que aquella expresión culta y poco frecuente se popularizara con la “i” intercalada.

El hecho da cuenta de una situación que, por sus características y volumen, era inédita en lengua española. Nunca tantos, al mismo tiempo, tan derrotados y con una carga de rabia y desencanto tan grandes, habían tenido que huir solo con la lengua y la esperanza por equipaje. Los exiliados españoles nunca se sintieron y nunca permitieron que se les llamara emigrantes. La emigración presupone un cierto grado de voluntad, de consentimiento. Ellos no dejaban España por voluntad propia. No daban su consentimiento al desarraigo al que los sometían los sublevados. Preferían asumirse como refugiados. Quizás por la temporalidad, por la ocasionalidad implícita en esa palabra. Un refugio, es un alero circunstancial para capear la tormenta. El frescor de la sombra de un árbol durante la canícula. El abrigo cálido de una cueva durante la nevazón. Emigrar, en cambio, es irse – voluntariamente – un poco para siempre y exiliarse tiene algo de romper lazos, de desvincularse. Optaron, entonces, por el “refugiados” que les permitía “ensoñarse en la ambición de un posible (y pronto) retorno”. Y se les escuchaba decir, con mas anhelos que convicción: La próxima primavera, en Madrid. Para Noche Vieja, las uvas en la Puerta del Sol. Para San Jordi, en Las Ramblas. Y las palabras se les iban volviendo huecas. Y los lugares se les fueron transformando en postales. Y querían soñar llanuras interminables, porque “el soldado soñaba que el soldado de tierra adentro soñaba si ganamos, la llevaré a mire los naranjos, a que vea el mar que nunca has visto y se le llene el corazón de barcos ... pero vino la paz ...” y al despertar, la majestuosa y blanca montaña, la cordillera enorme e infranqueable, los devolvía a su nueva realidad. El “bacillus emigraticus” de Tabori[1], vale decir, el virus de la añoranza, había hecho presa de ellos. Algunos curaron con el tiempo, el buen clima y muchos emplastos de cariño. Otros lo padecieron hasta la muerte.

Entre la primavera de 1939 y 1940 llegaron a Chile aproximadamente 3.500 españoles. La mayoría de ellos en aquel barco mítico, el “Winnipeg”, fletado por el poeta Pablo Neruda por encargo del gobierno de Chile desde Francia y que llegaría a conocerse como “el barco de la esperanza”. Otros – menos, bastantes menos – llegaron al Puerto de Buenos Aires en Argentina y desde

  1. George Tabori (Hungría, 1914), Dramaturgo y director de escena judío nacionalizado británico, nacido en Budapest
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