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La ciudad de Dios

nes, súplicas y preces de los hombres. ¿Por venture no vivió alli Aristipo, que hacía consistir el sumo bien y la bienaventuranza en el gusto y deleite del cuerpo, y Antistenes, que defendia hacerse el hombre bienaventurado por la virtud del alma; dos filósofos insignes, y ambos socráticos, que ponían la suma felicidad de nuestra vida en fines tan distintos, y entre sí tan contrarios, entre los cuales, el primero asimismo decía que el sabio debía huir del gobierno y administración de la República; y el otro, que la debía regir, y cada uno congregaba sus discípulos para seguir y defender su secta?

Porque públicamente en el pórtico, en los gimnasios, en los huertos, en los lugares públicos y particulares, á catervas peleaban en defensa cada uno de su opinión.

Otros afirmaban no haber más de un mundo; otros, que eran innumerables, muchos, que este solo mundo tenía origen, algunos que no le tenía; unos que había de acabarse, otros que para siempre había de durar; unos que se gobernaba y movía por la Providencia divina, otros que por el hado y la fortuna; unos que las almas eran inmortales, otros qué mortales; y los que sostenían ser inmortales, unos que transmigraban á bestias, otros que no, y los que decían ser mortales, unos que morían inmediatamente que el cuerpo, otros que vivían aun después muchos ó pocos intervalos, pero no siempre. Unos colocaban el sumo bien en el cuerpo, otros en el alma, otros en ambos, en el cuerpo y en el alma; otros adjudicaban al cuerpo y al alma los bienes exteriores; unos decían, debíamos creer siempre á los sentidos corporales, otros que no siempre, y otros que en ningún caso. Estas y otras casi innumerables diferencias y discordancias de filósofos, ¿qué pueblo hubo jamás, qué Senado, qué potestad ó dignidad pública en la Ciudad impía, que cuidase de juzgarlas y averiguarlas en su fondo, de aprobar unas y repudiar otras, antes de ordinario, sin diferencia