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La ciudad de Dios

llama Israel, prosigue, y dice (1): «Se congregarán los hijos de Judá y los hijos de Israel en un solo pueblo, harán que sobre los unos y los otros reine un sólo príncipe, y subirán de la tierra». Si por lo ocurrido hasta la actualidad intentáramos exponer este pasaje, se tergiversaría el genuino sentido de la expresión profética.

Sin embargo, acudamos á la piedra angular y á aquellas dos paredes, la una de judíos y la otra de gentiles, la una con nombre de los hijos de Judá y la otra con nombre de los hijos de Israel, sujetos juntamente unos y otros bajo de un mismo principado, y miremos cómo suben de la tierra. Que estos israelitas carnales, que al presente están pertinaces y obstinados y no quieren creer en Jesucristo, han de venir después á creer en él, es decir, sus hijos y descendientes (porque éstos seguramente han de venir á suceder en lugar de los muertos), lo afirma el mismo profeta, diciendo (2): «muchos días estarán los hijos de Israel sin rey, sin príncipe, sin sacrificio, sin altar, sin sacerdocio y sin manifestaciones». ¿Y quién no advierte que del mismo modo están en la presente constitución los judíos? Pero oigamos lo que añade (3): «Y después se convertirán los hijos de Israel, buscarán al Señor su Dios y á David su rey, temerán y reverenciarán al Señor y á su bondad y majestad infinita en los últimos días y fin del mundo».

No hay cosa más clara que esta profecía, en la cual, en nombre del rey David se entiende á Jesucristo (4): «que nació, como dice el Apóstol, según la carne, de la estirpe de David». También nos anunció este profeta que Cristo había de resucitar al tercero día con aquella mis(1) Oseas, cap. VII.

(2) Osoas, cap. XII.

(3) Oseas, cap. VII.

San Pablo, ep. á los Corinthi