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La ciudad de Dios

sez ó necesidad. Esto mismo me lo insinúa también aquella sagrada canción donde leo ú oigo: «los bienaventurados, Señor, que habitan en tu casa, para siempre te estarán alabando». Todos los miembros y partes interiores del cuerpo incorruptible que ahora vemos repartidas para varios usos y ejercicios necesarios (porque entonces cesará la necesidad y habrá una plena, cierta, segura y eterna felicidad) se ocuparán y mejoraran en las alabanzas de Dios. Porque todos aquellos números de la armonia corporal de que ya he hablado, que al presente están encubiertos y secretos, no lo estarán, y estando dispuestos por todas las partes del cuerpo por dentro y por fuera, con las demás cosas que allí habrá grandes y admirables, inflamarán con la suavidad de la hermosura y belleza racional los ánimos racionales en alabanza de tan grande artífice. Qué tal será el movimiento que tendrán allí estos cuerpos no me atrevo á definirlo, por no poder imaginarlo. Con todo, el movimiento y la quietud, como la misma hermosura será decente cualquiera que fuere, pues no ha de haber allí cosa que no sea decente. Sin duda que donde quisiere el espíritu, allí luego estará el cuerpo y no querrá el espíritu cosa que no pueda ser decente al espíritu y al cuerpo. Habrá allí verdadera gloria, no siendo nin guno alabado por error ó lisonja del que le alabare. Habrá verdadera honra, que á ningun digno se negará, ni á ninguno se le dará; pero ninguno que sea indigno la pretenderá por ambición, porque no se permitirá que haya alguno que no seu digno. Allí habrá verdadera paz, porque ninguno padecerá adversidad, ni de si propio ni de mano de otro. El premio de la virtud será el mismo Dios que nos dió la virtud, pues á los que la tuvieren les prometió á sí mismo, porque no puede haber cosa ni mejor ni mayor. Porque ¿qué otra cosa es lo que dijo por el Profeta: «yo seré su Dios y ellos