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La ciudad de Dios

blas en que nacemos, y se oponen á sus ímpetus, aunque también están llenas de trabajos y dolores. Porque ¿de qué sirven tantos miedos fantásticos de tan rarās especies que se aplican para refrenar las vanidades y afectos de los muchachos? ¿De qué los ayos, los maestros, las palmetas, las correas, las varillas? ¿De qué aquella disciplina con que dice la Sagrada Escritura que se deben sacudir los costados del hijo querido porque no se haga indómito, y estando duro, agreste é inflexible con dificultad pueda ser domado ó quizá tainpoco pueda? ¿Qué se pretende con todos estos rigores sino conquistar y destruir la ignorancia, refrenar los malos deseos y apetitos, que son los males con que na cimos al mundo? Porque ¿qué quiere decir que con el trabajo nos acordamos y sin el trabajo olvidamos, con trabajo aprendemos y sin trabajo ignoramos, con trabajo somos diligentes y sin trabajo flojos? ¿Acaso no se ve en esto adónde con su propia gravedad se inclina la naturaleza viciosa y corrupta, y de cuántos auxilios tiene necesidad para librarse de ello? El ocio, flojedad, pe reza, indolencia y negligencia, vicios son, en efecto, con que se huye del trabajo, que, aun siendo útil, es penoso.

Fuera de las molestias y penas que padecen los muchachos, sin las cuales no se puede aprender lo que los mayores quieren, y apenas quieren cosa útil, ¿quién explicará con palabras y quién podrá comprender con el pensamiento cuántas y cuán graves son las penas que ejercitan y acosan al hombre, las que no pertenecen á la malicia y perversidad de los malos, sino á la condición y miseria común de todos? ¿Cuán grande es el miedocuán grande la calamidad que proviene de las orfandades y duelos, de los daños y condenaciones, de los engafios, embustes y mentiras de los hombres, de las falsas sospechas, de todas las violencias, crímenes y fuerzas ajenas, pues de ellas muchas veces proceden las pérdi-