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La ciudad de Dios

halla uno que quiera contar lo que oyó al que sabe que estuvo ausente.

Uno ha sucedido aquí entre nosotros, que aunque no es mayor que los relacionados, con todo, el milagro es tan claro é ilustre, que imagino no haber uno sólo de los ciudadanos de Hipona que no le haya visto ó sabido, y ninguno que haya podido clvidarle. Hubo diez hermanos, siete varones y tres hembras, naturales de la ciudad de Cesaréa de Capadocia, no de humilde extracción entre sus ciudadanos, sobre los cuales vino el castigo del cielo por una maldición que fulminó contra ellos su madre, recién viuday desamparada de ellos, con motivo de la muerte de su padre, muy sentida por una injuria que la hicieron, de forma que todos padecían un horrible temblor de miembros, y no pudiendo tolerar el verse así tan abominables y vilipendiados en la presencia de sus vecinos, por donde cada uno quiso se fueron peregrinando por casi todo el imperio romano. De éstos acertaron á venir aquí dos, hermano y hermana, Paulo y Paladia, conocidos ya en otros muchos pueblos por la notoriedad de su miseria. Llegaron á esta ciudad; casi quince días antes de la Pascua acudían diariamente á la Iglesia, y en ella oraban delante de la reliquia del glorioso San Esteban, suplicándole á Dios que los perdonase ya, y les reintegrase en su perdida salud. Allí y donde quiera que iban llamaban la atención de todos los ciudadanos, y algunos que los habían visto en otras partes y sabían la causa de su temblor, se lo referían á otros como podían. Vino la Pascua, y el domingo por la mañana, habiendo ya concurrido la mayor parte del pueblo, estando asido á las rejas del santo lugar donde se guardaba la reliquia del Santo Martir, haciendo su oración el insinuado mancebo, de repente cayó postrado en tierra y estuvo así un gran rato, como quien duerme, aunque no ya temblando