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La ciudad de Dios

turnino, de buena memoria, que entonces era obispo uzalense, Geloso, presbítero, y los diáconos de la Iglesia de Cartago, entre los cuales estaba y sólo vive ahora el obispo Aurelio, digno de que le nombre con reverencia, con el cual, discurriendo de las maravillosas obras de Dios, muchas veces he tratado sobre este particular y he hallado que tenía muy presente en la memoria lo que vamos refiriendo. Visitándole, como acos tumbraban, por la tarde, les rogó con muy tiernas lágrimas que le hiciesen favor de hallarse á la mañana aiguiente presentes á su entierro más que á su dolor, porque había concebido tanto miedo á los dolores que antes había pasado, que no dudaba que había de dar el alma en manos de los médicos. Ellos le consolaron y exhortaron á que confiase en Dios y sufriese con esfuerzo y conformidad todo lo que Dios dispusiese. En seguida nos pusimos en oración, en la cual, como se acostumbra, hincamos las rodillas, y puestos en tierra, él se arrojó como si alguno le hubiese gravemente impelido y derribado en el suelo, y comenzó á orar. ¿Quién podrá explicar con palabras apropiadas con qué emoción, con qué afecto, con que angustia de corazón, con qué abundancia de lágrimas, con qué gemidos y sollozos que le conmovían todos sus miembros y casi le ahogaban el espíritu? Si los otros rezaban ó si estas demostraciones de ternura y aflicción distraían su atención, no lo sé. De mí se decir que no podía orar, y sólo breve, mente dije en mi corazón: «¿Señor, cuáles son las oraciones que oís de los vuestros sí éstas no oís?» Porque me parecía que no le restaba ya más que dar el alma en la oración. Levantámonos, pues, y recibida la bendición del obispo nos fuimos, suplicándoles el doliente que viniesen á la mañana, y ellos exhortáronle á que tuviese buen ánimo. Amaneció el día tan temido, vinieron los siervos de Dios como lo habían prometido. Entraron los