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San Agustín

aun vivía, el cual, habiendo registrado la herida, prometió lo mismo que los otros, confiado en su pericia é inteligencia. Asegurando el doliente con la autoridad y fallo de éste como si estuviera ya sano, con extraordinaria alegría motejó y se burló de su médico, que le había vaticinado que le abrirían nuevamente la cisura.

¿Pero para qué me alargo tanto? Al fin se pasaron tantos días en vano, que, cansados y confusos, confesaron que con ningún remedio podía sanar sino con la introducción del hierro. Quedóse absorto el enfermo, mudósele el semblante, turbado del temor y presagio, y cuando volvió en sí y pudo hablar, les mandó que se fuesen y no le visitasen más; no otro recurso le ocurrió estando cansado de llorar, y forzado ya de la necesidad, sino llamar á un alejandrino que entonces era tenido por admirable cirujano para que hiciese lo que, enojado, no quiso que practicas en los otros. Pero después que vino éste, y, como maestro, advirtió en las cicatrices el trabajo de los otros, como hombre de bien le persuadió que dejase gozar del fin de la cura á aquellos que en ella habían trabajado tanto, porque, viéndolo, le causa ba admiración; añadió que en realidad sólo sajándole podía sanar, mas que era muy ajeno de su condición quitar la palma de tan singular molestia por tan poco como quedaba que operar á hombres cuyo artificioso estudio, industria y diligencia con admiración había echado de ver en las cicatrices. Volviólos á su gracia y quiao que asistiese el mismo Alejandrino, á la operacion de abrira quel seno que ya, por común consentimiento, se tenía, de no hacerlo, por incurable. Difirióse la operación para el día siguiente; pero luego que se ausentaron los físicos por la demasiada tristeza y melancolía del Se ñor, se excitó en aquella casa tal sentimiento, que, como si fuera ya difunto, apenas los podíamos sosegar. Visi tábanle á la sazón cada día aquellos santos varones, Sa-